Hola a tod@s, ¿cómo estáis? Pues un viernes más, una nueva oportunidad para escribiros un nuevo artículo/capítulo de mi blog personal: @elblogdejorgeesquirol, primer capítulo de este mes de abril y ya el número 35, «Brindo por los valientes».
De «Primavera, en poeta «Primavera, en Poeta»», el capítulo del viernes pasado, paso hoy a un artículo que tenía en mente desde hace demasiado tiempo, pero creo que hoy más que nunca, es preciso, no solo escribirlo para todos vosotros, sino para poder brindar juntos desde cualquier parte del mundo desde donde me estéis leyendo en este preciso instante.
«Hoy quiero brindar por los valientes, por aquellos que no se esconden, que no se rinden ante las injusticias. Pero también brindo por los cobardes, por aquellos que tienen miedo de enfrentar la verdad. Porque solo reconociendo nuestra humanidad podemos encontrar el valor para luchar.
¿Qué significa ser valiente hoy en día?»
En una sociedad donde los medios de comunicación nos bombardean constantemente con la imagen del «héroe», ese individuo inalcanzable con capa, músculos descomunales y una misión clara de salvar al mundo, es fácil caer en la trampa de pensar que la valentía sólo pertenece a los pocos privilegiados que cumplen con esa imagen. Sin embargo, la realidad es muy diferente. La valentía no está reservada para los héroes ficticios ni para aquellos que protagonizan grandes gestas, sino que se encuentra en las pequeñas, pero poderosas acciones de las personas comunes que, día tras día, desafían lo que parece inamovible.
La verdadera valentía es el acto silencioso de quien se enfrenta a la adversidad sin una cámara de televisión como foco y compañera, ni un guion de película que justifique sus pasos. Valiente es la persona que se levanta cada mañana sabiendo que el mundo a su alrededor está plagado de reglas injustas, normas sociales que deshumanizan, y un sistema que, a menudo, favorece a unos pocos mientras silencia a muchos. Es, en palabras sencillas, quien se enfrenta a lo cotidiano con una actitud decidida, a pesar de los temores internos, las dudas y las barreras externas.
La valentía se esconde en esos momentos que, a menudo, no se celebran: en la mujer que, cansada de los prejuicios, decide hablar en una reunión donde su voz ha sido ignorada durante años; en el trabajador que se niega a aceptar condiciones indignas sólo para mantener su puesto; en el joven que se atreve a desafiar las expectativas familiares para seguir su pasión, sabiendo que puede ser rechazado. Estos actos no tienen la visibilidad de una película taquillera, pero son, en esencia, las verdaderas batallas cotidianas.
El sistema, las normas sociales, la cultura del adoctrinaje, del «sigue el camino trazado» nos enseñan a ser conformistas, a «no causar problemas», a aceptar lo que nos dan y no cuestionar demasiado. Pero la valentía no está en seguir ciegamente esas reglas. Está en cuestionarlas, en ser capaz de enfrentar lo que nos han enseñado a aceptar como parte de nuestra rutina diaria, aunque eso implique hacer frente a un futuro incierto.
Cada vez que alguien elige cuestionar el «status quo», incluso si eso les coloca en la posición de ser rechazados, incomprendidos o incluso atacados, está demostrando una valentía que pocas veces es reconocida de la manera que merece.
La verdadera valentía también radica en el enfrentamiento personal. No se trata solo de desafiar a la sociedad; a menudo, el mayor reto es enfrentarse a nuestros propios miedos, inseguridades y limitaciones. ¿Quién no ha tenido dudas sobre sí mismo? ¿Quién no ha sentido el peso del miedo ante un desafío que parece demasiado grande? La valentía se encuentra precisamente en el momento en que decidimos no dejar que esos temores nos paralicen. La valentía está en la acción que surge, no porque no tengamos miedo, sino precisamente porque lo tenemos, pero lo enfrentamos de todas las formas posibles para vencerlo.
La valentía no es heroica, ni fácil, ni limpia. En la mayoría de las ocasiones es caótica, es imperfecta, pero es demasiado real, y justo esa es la valentía que necesitamos ver más en nuestro día a día. No necesitamos más héroes ficticios, necesitamos más personas dispuestas a hacer frente a la injusticia, a luchar contra las normas que no sirven, a luchar contra la pasividad, a hablar cuando es más fácil callar.
Esa es la valentía que hace falta para cambiar el mundo, una acción a la vez.
Vivimos en una sociedad que, en su afán por definir lo que está bien y lo que está mal, ha creado estigmas que categorizan de forma tajante a las personas. Uno de esos estigmas es el de la cobardía, un término que se utiliza con frecuencia para describir a aquellos que no se enfrentan a las injusticias, que eligen el silencio, que se ocultan detrás de la seguridad y de la conformidad. Pero ¿es realmente la cobardía una cuestión de carácter personal? ¿Son todos los que no se enfrentan realmente cobardes, o acaso hay algo más profundo detrás de esa pasividad?
Quizá la cobardía no sea solo un rasgo de debilidad individual, sino el resultado de un sistema que ha enseñado a las personas a callar, a conformarse, a aceptar lo que les han impuesto sin cuestionarlo. En este contexto, los llamados «cobardes» no son simplemente individuos sin valor, sino víctimas de un modelo social que premia el silencio y la conformidad, mientras penaliza a aquellos que tienen el coraje de desafiar las normas establecidas.
La sociedad, con sus reglas implícitas y explícitas, ha creado un ambiente donde el riesgo de alzar la voz y desafiar el estatus impuesto es elevado. Los que se atreven a cuestionar, a rebelarse contra las injusticias o a levantar su voz ante lo que consideran incorrecto, a menudo se enfrentan a la marginación, al rechazo y, en muchos casos, al castigo social. El miedo a las repercusiones, a perder privilegios, a ser aislados o incluso atacados, lleva a muchos a optar por el silencio. Este silencio, cómplice y cobarde, que aparentemente parece una elección pasiva, es, en realidad, una forma de supervivencia.
En un mundo donde las normas de éxito están tan rígidamente definidas, donde la cultura del conformismo es vista como sinónimo de estabilidad y prosperidad, aquellos que deciden mantenerse al margen, que no se enfrentan, se convierten en una especie de «cobardes» por seguir el juego establecido. Sin embargo, este sistema de premiar el «buen comportamiento», el seguir las normas y callar cuando es necesario, en realidad está perpetuando una forma de esclavitud mental. Es un sistema que fomenta la sumisión y la pasividad, que premia la quietud y, a su vez, criminaliza el acto de ser valiente, de ser quien cuestiona, quien se enfrenta, quien se rebela.
La realidad es que la verdadera cobardía puede ser justamente esa: no cuestionar el sistema, no desafiar lo que está mal, no levantar la voz y gritar ante las injusticias. La cobardía no es una falta de coraje, sino una falta de consciencia. La cobardía se encuentra en la resignación, en el confort de vivir bajo el régimen de lo que «debe» ser, sin importar si eso nos convierte en cómplices de la opresión, la discriminación o la desigualdad.
Es hora de entender que, al conformarse, no solo nos estamos limitando, sino que también estamos permitiendo que el ciclo de injusticia se perpetúe. Quien opta por callar, por evitar el conflicto, por seguir el camino marcado, está alimentando y retroalimentando un sistema que beneficia a unos pocos a costa de la mayoría. Y, en este sentido, la cobardía no es solo una cuestión personal, sino un reflejo de las estructuras sociales que premian el miedo, la sumisión y el conformismo.
En este contexto, es fundamental reflexionar sobre cómo la valentía, lejos de ser vista como un acto de rebeldía descontrolada, es en realidad un acto de supervivencia frente a un sistema que quiere que sigamos dormidos, que nos conformemos con lo que tenemos, que nos sintamos incapaces de cambiar. Y aquellos que se atreven a romper con tales imposiciones, a desafiar lo establecido, son los que realmente están ejerciendo el coraje necesario para transformar el mundo.
Así que, la próxima vez que veas a alguien callar, a alguien que se mantiene en la sombra, no te apresures a juzgarle. Quizá no sea cobardía lo que está en juego, sino simplemente el miedo a ser aplastado por un sistema que premia la sumisión y castiga la valentía. Y, quizá, la verdadera pregunta que debemos hacernos no es si los que callan son cobardes, sino si nosotros, los que alzamos la voz, estamos realmente preparados para soportar el peso de ese coraje.
Las injusticias más profundas no siempre son las que se ven a simple vista. El racismo, la desigualdad social, la discriminación por raza, clase o religión, y la pobreza son solo algunos de los ejemplos de batallas que muchas personas libran en silencio, día tras día, sin el reconocimiento ni el apoyo que merecen. Estas injusticias no siempre son escandalosas, no siempre están en los titulares de los periódicos o en los debates públicos, pero su impacto es tan real como devastador.
A menudo, las injusticias invisibles son las que permanecen en las sombras, aquellas que no se visibilizan porque están tan profundamente arraigadas en nuestras estructuras sociales que se convierten casi en parte del paisaje, casi en algo «normalizado». El racismo estructural, por ejemplo, no se limita a los actos explícitos de discriminación, sino que está incrustado en las prácticas cotidianas, en las decisiones de contratación, en el acceso a servicios, en el trato en la vía pública, en la educación. Esta forma de racismo es invisible para aquellos que no la sufren, pero es una carga diaria para aquellos que la enfrentan.
La desigualdad social también es una forma de injusticia que pasa desapercibida para muchos. Las personas que nacen en entornos de pobreza o que se enfrentan a barreras económicas sistemáticas viven en una constante lucha por la supervivencia. La pobreza no solo es la falta de recursos, es la falta de oportunidades, la falta de acceso a educación de calidad, la falta de atención sanitaria adecuada, la falta de un lugar donde sentirse seguro. Es un ciclo perpetuo de desventajas que, a menudo, es invisibilizado o ignorado por aquellos que no lo experimentan. Y, sin embargo, quienes lo sufren día tras día deben encontrar formas de resistir sin que nadie lo note, sin que la sociedad les dé el reconocimiento que merecen.
La discriminación por clase, raza o etnia también sigue siendo una forma de injusticia invisible. Puede que no siempre se exprese en actos de violencia explícita, pero sí en las oportunidades que se les niegan a ciertos grupos. La falta de acceso a trabajos bien remunerados, el trato desigual en los tribunales, las clásicas «etiquetas» asociadas a ciertos barrios o comunidades… todas estas son formas de discriminación que no siempre son evidentes, pero que afectan profundamente a las vidas de quienes las padecen.
Estas injusticias invisibles siguen existiendo, a pesar de que muchas personas prefieren mirar hacia otro lado. El hecho de que no veamos estas luchas no significa que no estén ocurriendo. La invisibilidad de estas injusticias no las hace menos reales ni menos dolorosas, pero, sin embargo, hay una tendencia en nuestra sociedad a cerrar los ojos ante lo que no queremos ver. Es más fácil ignorar la pobreza que enfrentarse a ella, es más sencillo minimizar la discriminación que tomar acción. La comodidad de la ignorancia permite que las injusticias invisibles sigan existiendo, mientras las personas que las sufren quedan atrapadas en un ciclo de lucha constante.
Es importante recordar que la invisibilidad de estas injusticias no las hace menos significativas. De hecho, al no ser vistas, estas injusticias a menudo se perpetúan con mayor facilidad. Las personas que luchan contra el racismo estructural o la pobreza crónica lo hacen a menudo sin ningún tipo de apoyo público o institucional. Sus batallas, aunque invisibles, son tan cruciales como cualquier otra lucha visible que se libra en la arena pública.
Cada una de estas injusticias invisibles tiene un costo humano: la frustración de ser ignorados y sentirse invisibles, el dolor de ver que el mundo sigue funcionando como si nada pasara y la desesperanza de sentirse atrapados en un sistema que no ofrece soluciones.
Pero esas batallas no deben ser olvidadas. Si algo nos enseñan es que, a pesar de la invisibilidad de muchas luchas, la resistencia es más poderosa que nunca. Aquellos que luchan en silencio son verdaderos héroes, no por la visibilidad que reciben, sino por la fuerza con la que desafían un sistema que prefiere dejar esas injusticias en la sombra.
Así que la próxima vez que veas una situación de injusticia, no solo mires lo que está frente a ti. Piensa en todo lo que está oculto, en esas luchas invisibles que muchos enfrentan a diario. Hazte testigo de ello y consciente de la realidad que muchos viven sin que nosotros lo notemos, y cuestiona por qué, en pleno siglo XXI, estas injusticias siguen siendo aceptadas como parte de lo cotidiano y «normal».
Sólo reconociendo y visibilizando estas batallas, podemos empezar a luchar por un mundo más justo para todos.
«Es fácil criticar a aquellos que luchan, pero ¿qué estamos haciendo nosotros para cambiar el mundo que nos rodea? No se trata solo de alzar la voz, sino de vivir de acuerdo con lo que creemos, de enfrentarnos a nuestras propias contradicciones».
Ser valiente es hacer frente a lo que nos incomoda, a lo que nos “asusta».
Es hora de abrir los ojos, de desafiar la comodidad de la ignorancia y comenzar a cuestionar por qué estas injusticias invisibles siguen siendo parte de nuestra realidad. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir en un mundo donde las desigualdades estructurales, la discriminación racial, la pobreza y otras formas de injusticia se ocultan en las sombras, que muchas veces olvidamos que no son problemas de “otros”, sino de todos.
¿Cuántos de nosotros hemos ignorado las señales de la desigualdad solo porque no nos afectan directamente? ¿Cuántos hemos elegido mirar hacia otro lado cuando vemos a alguien siendo víctima de un sistema que perpetúa la injusticia?
Es fácil hablar de justicia cuando se trata de temas visibles, aquellos que todos pueden ver y que los medios nos muestran a diario. Pero las injusticias invisibles, esas que no se ven a través de las cámaras de televisión ni en las primeras páginas de los periódicos, son las que realmente exigen nuestra atención. Y aunque no todos las experimentemos de la misma manera, debemos reconocer que forman parte de un sistema global que nos afecta a todos, de una forma u otra.
Nos encontramos en una sociedad que premia la indiferencia, donde el silencio se convierte en la norma y la conformidad es vista como sinónimo de asentimiento. Sin embargo, este silencio también perpetúa las estructuras de poder que permiten que estas injusticias continúen existiendo.
La realidad es que muchas personas, aunque no lo reconozcan, prefieren cerrar los ojos a lo que sucede a su alrededor, creyendo que, si no lo ven, no es real. Este mecanismo de defensa nos aleja de una responsabilidad fundamental: la de reconocer las luchas invisibles de los demás y actuar para cambiarlas. Nos han enseñado que, si no nos afecta directamente, no es nuestro problema. Pero ¿realmente podemos seguir justificando el desinterés ante la pobreza, el racismo y la desigualdad, las injusticias? ¿No deberíamos, como sociedad, exigir que todas las personas tengan acceso a las mismas oportunidades y derechos, independientemente de su raza, clase social o contexto económico?
Es esencial entender que, en cada injusticia, por más invisible que sea, existe un impacto real. La discriminación racial, por ejemplo, no solo afecta a quienes la sufren directamente, sino que también deteriora el entramado social, la cohesión y la armonía de las comunidades. La pobreza no solo es una falta de recursos, es una condena a una vida de oportunidades limitadas, de sueños rotos, de salud comprometida, de falta de acceso a una educación digna. Es necesario que nos involucremos, que no nos limitemos a ser meros observadores pasivos, sino que reconozcamos nuestro papel en la construcción de un mundo más justo y equitativo.
Las leyes, las políticas públicas y las estructuras sociales están diseñadas de manera que, muchas veces, invisibilizan las desigualdades. La discriminación en el acceso a servicios básicos son formas de violencia que no siempre se pueden ver, pero están profundamente arraigadas en el sistema. Al ignorarlas, las estamos perpetuando y, lo más grave, defendiendo. ¿Estamos dispuestos a permitir que estas injusticias continúen? ¿O es momento de exigir cambios, de visibilizar lo que está oculto y crear una sociedad que no permita que la indiferencia prevalezca?
Es fundamental preguntarnos cómo podemos involucrarnos. No basta con ser conscientes de las injusticias, sino que debemos actuar. La primera acción es hablar sobre estos temas, visibilizar las luchas invisibles. No podemos esperar a que todo el mundo lo vea de la misma manera, pero sí podemos empezar a ser agentes de cambio, a cuestionar las normas, a desafiar los sistemas de opresión que nos rodean. La reflexión es solo el primer paso, pero la acción es lo que realmente cambiará las cosas. No podemos quedarnos tranquilos mientras otros siguen siendo víctimas de un sistema que les niega su humanidad.
Muchos de vosotros os estaréis diciendo: «madre mía Jorge, de verdad que difícil llevarlo a la práctica». Pues no, no es tan difícil como os podéis imaginar, tan solo es cuestión de actitud. Podéis comenzar por reconocer que las injusticias invisibles son reales y nos afectan a todos, podéis informaros y ser testigos directos de la discriminación y las desigualdades estructurales, y educar a los demás. Podéis aportar vuestro granito de arena con iniciativas personales y locales y apoyaros en organizaciones que luchan contra estas injusticias, que trabajan a diario para cambiar las condiciones de vida de las personas más vulnerables. Podéis usar vuestra voz en redes sociales, en foros, en nuestra vida diaria, para hacer que los demás se den cuenta de que lo que no se ve sigue siendo real.
«Debemos exigir un sistema de justicia más equitativo y accesible para todos, que no deje a nadie atrás».
He escrito este capítulo, para ti, para todos vosotros, porque es un tema que nos afecta e involucra a todos, y el momento de actuar es ahora.
Las injusticias invisibles seguirán existiendo hasta que decidamos enfrentarlas de manera colectiva, grupal y global, como sociedad que somos. Hasta que no tomemos decisiones conscientes que nos permitan construir un mundo más justo, seguirán pasando los días y todo seguirá igual o peor.
Como en cada capítulo, siempre os hago una o varias preguntas. En el caso de hoy tan sólo os quiero hacer dos preguntas claves que me gustaría que interiorizarais y os respondierais a vosotros mismos con toda la sinceridad de la que podáis llegar a ser capaces:
Como primera pregunta:
¿Te atreves a cuestionar lo que se te ha enseñado, a mirar más allá de lo visible y a ser parte de un cambio real?
Y como segunda pregunta:
¿Dónde te encuentras tú en esta lucha?
Os invito a todos y a cada uno de vosotros, que sois muchos y desde demasiadas partes del mundo y en diferentes idiomas los que me leéis cada semana, a reflexionar sobre vuestro papel en este mundo. No basta con ser testigos de lo que ocurre; es necesario convertirse en agentes activos del cambio.
Las injusticias invisibles no desaparecerán por sí solas, pero nosotros podemos ser los que las transformemos de invisibles a visibles.
Hablemos abiertamente de lo que muchos prefieren ocultar, y exijamos juntos un futuro más justo para todos.
¿Estás dispuesto a unirte al cambio?
Y ya, para concluir, quiero que juntos brindemos por los valientes, porque el silencio nos perjudica a todos.
Alcemos nuestras copas, pero no por la gloria de unos pocos, sino por el coraje de aquellos que, a pesar de vivir en una sociedad que premia el conformismo, el silencio cómplice y la cobardía, se atreven a ser valientes. Brindemos por los que no se callan ante las injusticias, por los que desafían las normas, por los que se levantan cada día para luchar contra un sistema que, demasiado a menudo, prefiere mirar hacia otro lado. Porque ser valiente no es un acto de heroísmo lejano, sino una decisión diaria que todos debemos tomar. La valentía no reside en las grandes hazañas que se celebran, sino en el pequeño gesto cotidiano de no aceptar lo que está mal. En decir «no» cuando todos dicen «sí» asintiendo en su silencio, es alzar la voz y decir “basta” cuando injustamente nos invitan e incitan a callar, es gritar al viento cuando la comodidad de la indiferencia nos rodea.
Cuando decidimos ser cobardes, cuando elegimos mirar hacia otro lado o callar frente a las injusticias de las que somos testigos, no solo estamos traicionando a quienes luchan por sus derechos, sino que estamos aceptando un sistema que nos perjudica a todos. El silencio, la pasividad y la indiferencia ante las injusticias invisibles no son solo una falta de acción individual, son una amenaza para la cohesión de nuestra sociedad.
Al permanecer callados, aceptamos la perpetuación de absolutamente todo lo que nos puede llevar al desastre. Cada vez que miramos hacia otro lado, que «no queremos ver», estamos reforzando un ciclo de opresión y exclusión que afecta a las generaciones presentes y futuras.
La sociedad no se construye sobre el miedo ni sobre la cobardía. Se construye sobre los hombros de aquellos que, a pesar de las dificultades, se levantan con valentía y no permiten que el silencio de los cobardes domine.
Son y somos esos valientes, los que luchan diariamente sin tregua, los que realmente están y estamos construyendo el futuro que todos deseamos. Y estoy más que convencido de que, juntos y unidos, podremos forjar unas bases sólidas para lograr un cambio real. Necesitamos transmitirnos unos a otros que de nosotros depende el tomar esa decisión de ser valientes. Necesitamos que más voces se alcen y más corazones se conecten en esta causa común.
¿De qué sirve vivir en un mundo donde las injusticias se siguen tolerando solo porque no las vemos? ¿De qué sirve un futuro si no luchamos por un sistema más justo, equitativo y solidario? El cambio no llega solo con buenas intenciones, sino con acción. Necesitamos actuar, y actuar con valentía. La valentía es lo que desafía las normas, lo que derrumba los muros de la indiferencia.
Cada vez que decidimos callar o mirar hacia otro lado, estamos comprometiendo el futuro de todos. Estamos dejando que las generaciones venideras hereden una sociedad que no ha aprendido a ser justa, que sigue amparando y normalizando las injusticias.
Hoy más que nunca, debemos preguntarnos:
¿Qué mundo estamos dejando a nuestros hijos, a nuestros jóvenes? ¿Un mundo donde el miedo a la repercusión silencia las voces de los valientes? ¿O un mundo donde todos podamos vivir en igualdad y sin discriminación? Si no tomamos la decisión de ser valientes, si no dejamos de lado el miedo y la indiferencia, el ciclo de la injusticia continuará.
Así que, ahora sí, levantemos en conjunto, y al cielo nuestras copas para brindar por los valientes. Porque ser valiente no es una opción, es una necesidad, ser valiente es lo que nos permite mirar de frente a las injusticias invisibles y hacerlas visibles, es lo que nos da el poder de transformar nuestra sociedad en un lugar donde la igualdad, la justicia y la humanidad sean la norma y no, y nunca, la excepción. Es lo que nos permitirá, finalmente, construir el mundo en el que todos merecemos vivir, un mundo que será recordado como aquel donde las injusticias fueron desafiadas y, con la valentía de todos, finalmente ganaremos la batalla para que sean vencidas.
Queridos lectores de esta apodada, la comunidad de @elblogdejorgeesquirol, os quiero decir que: «El futuro está en nuestras manos», y dependerá de nuestra actitud para poder cambiar lo que está mal. Es el momento de ser valientes, porque no se trata solo de un acto de valentía personal, sino de una acción colectiva, de un compromiso de todos para erradicar las injusticias que siguen invisibilizadas.
La lucha es de todos. La valentía es de todos.
Entonces, te pregunto a ti, que piensas hacer hoy tras leer este nuevo capítulo/artículo: ¿estás dispuesto a ser parte de la solución? ¿Te atreverás a ser valiente?
Y ya mi último brindis: alcemos por última vez todos juntos nuestras copas al cielo y brindemos, en conjunto y más unidos que nunca, desde cualquier lugar del mundo que ahora mismo me estéis leyendo, por todos los que, al igual que tú, que yo, y que muchos, se atreven a alzar la voz y hacer de este mundo un lugar mejor, no solo para nosotros, sino para las generaciones que vienen.
«Brindo por los valientes, porque ellos son los verdaderos arquitectos de ese cambio que tanto anhelamos y necesitamos».
«Siempre a tu lado»
«Siempre a vuestro lado»
Jorge Esquirol
@elblogdejorgeesquirol
Posdata:
Por todos vosotros: FCDSE, Jucil, Jusapol, Jose M.G. Valcárcel, David, 062esporTI, Alicia Martín, Usesic, Pilar Ramos, Bea, Mery, Raquel Seral, Marisa, Di’, Fran y Grupo Chas, Jose A.D. Tuset, Chris.L, (L.A), EE. UU… (no terminaría de escribir, perdonad a los que no os haya nombrado, pero daros por aludidos, porque sois la voz valiente diaria, que acompaña este capítulo, la coherencia y la verdad).
Y por todos y cada uno de vosotros de esta apodada: comunidad de @elblogdejorgeesquirol, porque cada día fortalecéis mi ilusión y porque cada día sois más los que formáis parte de mi vida.
Os quiero y os abrazo.
Jorge Esquirol